El ser humano es el más gregario de todos los seres vivos. Nacemos en un conteto personal, familiar y social que nos hace de marco para la creación de nuestra personalidad, es decir eso que, precisamente, nos diferencia del resto de seres vivos. Somos parte del grupo y necesitamos al grupo para desarrollarnos y ser dentro del lenguaje (lo que realmente impulsa esa diferencia que nos hace tener una personalidad “humana”).
Aún así, en la primera infancia, los padres podemos tener la ilusión (en el sentido de que no es real, no de voluntad), de que los niños dependen totalmente de nosotros. Se crean muchas interdependiencias y los niños tiene que construirse con los “materiales” que reciben de sus padres, y nosotros reescribimos nuestra realidad en función de esa dependencia.
Pero llega la adolescencia….y los jóvenes “adolecen” y los padres…tanto o más. ¡Hay que volver a construir el vínculo, “re-conocerse”, todo un reto! Se generan complicadas situaciones y parece que todo ha cambiado alrededor. En esos momentos aparecen muchas demandas al equipo de psicología y nos disponemos a ayudar a una y otra parte, sin ser juez, ni jurado, por supuesto…y saliendo de todo litigio para acompañar a que, las dos generaciones se vuelvan a mirar a la cara y vean que hay una nueva persona, que han perdido al niño, pero ganan una nueva persona y personalidad.
Una de las cosas más bonitas del vínculo de la paternidad es que, en un solo vínculo, vives muchas vidas, y acompañas a los menores, luego ya no tan menores, a lo largo de un desarrollo, no siempre lineal, no siempre ideal, pero siempre dinámico.
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